sábado, 8 de agosto de 2020

LA LEY MORAL Y LAS LEYES CEREMONIALES.

 CUANDO Adán y Eva fueron creados recibieron el conocimiento de la ley de Dios; conocieron los derechos que la ley tenía sobre ellos; sus preceptos estaban escritos en sus corazones. Cuando el hombre cayó a causa de su transgresión, la ley no fue cambiada, sino que se estableció un sistema de redención para hacerle volver a la obediencia. Se le dio la promesa de un Salvador, y se establecieron sacrificios que dirigían sus pensamientos hacia el futuro, hacia la muerte de Cristo como supremo sacrificio. Si nunca se hubiera violado la ley de Dios, no habría habido muerte ni se habría necesitado un Salvador, ni tampoco sacrificios. 

Adán enseñó a sus descendientes la ley de Dios, y así fue transmitida de padres a hijos durante las siguientes generaciones. No obstante las medidas bondadosamente tomadas para la redención del hombre, pocos la aceptaron y prestaron obediencia. Debido a la transgresión, el mundo se envileció tanto que fue menester limpiarlo de su corrupción mediante el diluvio. La ley fue preservada por Noé y su familia, y Noé enseñó los diez mandamientos a sus descendientes. Cuando los hombres se apartaron nuevamente de Dios, el Señor eligió a Abrahán, de quien declaró: "Oyó Abrahán mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos, y mis leyes." (Gén. 26:5.) Le dio el rito de la circuncisión, como señal de que quienes lo recibían eran dedicados al servicio de Dios, y prometían permanecer separados de la idolatría y obedecer la ley de Dios. 

La falta de voluntad para cumplir esta promesa, que los descendientes de Abrahán evidenciaron en su tendencia a formar alianzas con los paganos y adoptar sus prácticas, fue la causa de su estada y servidumbre en Egipto. Pero en su relación con los idólatras y su forzada sumisión a los egipcios, los israelitas corrompieron aun más su conocimiento de los preceptos divinos al mezclarlos con las crueles y viles enseñanzas del paganismo. Por lo tanto, cuando los sacó de Egipto, el Señor descendió sobre el Sinaí, envuelto en gloria y rodeado de sus ángeles, y con grandiosa majestad pronunció su ley a todo el pueblo.

Aun entonces Dios no confió sus preceptos a la memoria de un pueblo inclinado a olvidar sus requerimientos, sino que los escribió sobre tablas de piedra. Quiso alejar de Israel toda posibilidad de mezclar las tradiciones paganas con sus santos preceptos, o de confundir sus mandamientos con costumbres o reglamentos humanos, Pero hizo más que sólo darles los preceptos del Decálogo. El pueblo se había mostrado tan susceptible a descarriarse, que no quiso dejarles ninguna puerta abierta a la tentación. A Moisés se le dijo que escribiera, como Dios se lo había mandado, derechos y leyes que contenían instrucciones minuciosas respecto a lo que el Señor requería. Estas instrucciones relativas a los deberes del pueblo para con Dios, a los deberes de unos para con otros, y para con los extranjeros, no eran otra cosa que los principios de los diez mandamientos ampliados y dados de una manera específica, en forma tal que ninguno pudiera errar. Tenían por objeto resguardar la santidad de los diez mandamientos grabados en las tablas de piedra.

Si el hombre hubiera guardado la ley de Dios, tal como le fue dada a Adán después de su caída, preservada por Noé y observada por Abrahán, no habría habido necesidad del rito de la circuncisión. Y si los descendientes de Abrahán hubieran guardado el pacto del cual la circuncisión era una señal, jamás habrían sido inducidos a la idolatría, ni habría sido necesario que sufrieran una vida de esclavitud en Egipto; habrían conservado el conocimiento de la ley de Dios y no habría sido necesario proclamarla desde el Sinaí, o grabarla sobre tablas de piedra. Y si el pueblo hubiera practicado los principios de los diez mandamientos, no habría habido necesidad de las instrucciones adicionales que se le dieron a Moisés.

El sistema de sacrificios confiado a Adán fue también pervertido por sus descendientes. La superstición, la idolatría, la crueldad y el libertinaje corrompieron el sencillo y significativo servicio que Dios había establecido. A través de su larga relación con los idólatras, el pueblo de Israel había mezclado muchas costumbres paganas con su culto; por consiguiente, en el Sinaí el Señor le dio instrucciones definidas tocante al servicio de los sacrificios. Una vez terminada la construcción del santuario, Dios se comunicó con Moisés desde la nube de gloria que descendía sobre el propiciatorio, y le dio instrucciones completas acerca del sistema de sacrificios y ofrendas, y las formas del culto que debían emplearse en el santuario. De esa manera se dio a Moisés la ley ceremonial, que fue escrita por él en un libro. Pero la ley de los diez mandamientos pronunciada desde el Sinaí había sido escrita por Dios mismo en las tablas de piedra, y fue guardada sagradamente en el arca. 

Muchos confunden estos dos sistemas y se valen de los textos que hablan de la ley ceremonial para tratar de probar que la ley moral fue abolida; pero esto es pervertir las Escrituras. 

LA DISTINCIÓN ENTRE LOS DOS SISTEMAS ES CLARA. El sistema ceremonial se componía de símbolos que señalaban a Cristo, su sacrificio y su sacerdocio. Esta ley ritual, con sus sacrificios y ordenanzas, debían los hebreos seguirla hasta que el símbolo se cumpliera en la realidad de la muerte de Cristo. Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Entonces debían cesar todas las ofrendas de sacrificio. Tal es la ley que Cristo quitó de en medio y clavó en la cruz. (Col. 2: 14.)

Pero acerca de la ley de los diez mandamientos el salmista declara: "Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos." (Sal. 119: 89.) Y Cristo mismo dice: "No penséis que he venido para abrogar la ley.... De cierto os digo," y recalca en todo lo posible su aserto, "que hasta que perezca el cielo y la tierra, ni una jota ni un tilde perecerá de la ley, hasta que todas las cosas sean hechas." (Mat. 5: I7, 18.) En estas palabras Cristo enseña, no sólo cuáles habían sido las demandas de la ley de Dios, y cuáles eran entonces, sino que además ellas perdurarán tanto como los cielos y la tierra. La ley de Dios es tan inmutable como su trono. Mantendrá sus demandas sobre la humanidad a través de todos los siglos. Respecto a la ley pronunciada en el Sinaí, dice Nehemías: "Sobre el monte de Sinaí descendiste, y hablaste con ellos desde el cielo, y dísteles juicios rectos, leyes verdaderas, y estatutos y mandamientos buenos." (Neh. 9: 13.) Y Pablo, el apóstol de los gentiles, declara: "La ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, y justo, y bueno." Esta ley no puede ser otra que el Decálogo, pues es la ley que dice: "No codiciarás." (Rom. 7: 12, 7).

Si bien la muerte del Salvador puso fin a la ley de los símbolos y sombras no disminuyó en lo más mínimo la obligación del hombre hacía la ley moral.

Muy al contrario, el mismo hecho de que fuera necesario que Cristo muriera para expiar la transgresión de la ley, prueba que ésta es inmutable. 

Los que alegan que Cristo vino para abrogar la ley de Dios y eliminar el Antiguo Testamento, hablan de la era judaica como de un tiempo de tinieblas, y representan la religión de los hebreos como una serie de meras formas y ceremonias. Pero éste es un error. A través de todas las páginas de la historia sagrada, donde está registrada la relación de Dios con su pueblo escogido, hay huellas vivas del gran YO SOY. Nunca dio el Señor a los hijos de los hombres más amplias revelaciones de su poder y gloria que cuando fue reconocido como único soberano de Israel y dio la ley a su pueblo, Había allí un cetro que no era empujado por manos humanas; y las majestuosas manifestaciones del invisible Rey de Israel fueron indeciblemente grandiosas y temibles.

En todas estas revelaciones de la presencia divina, la gloria de Dios se manifestó por medio de Cristo. No sólo cuando vino el Salvador, sino a través de todos los siglos después de la caída del hombre y de la promesa de la redención, "Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí." (2 Cor. 5: 19.) Cristo era el fundamento y el centro del sistema de sacrificios, tanto en la era patriarcal como en la judía. Desde que pecaron nuestros primeros padres, no ha habido comunicación directa entre Dios y el hombre. El Padre puso el mundo en manos de Cristo para que por su obra mediadora redimiera al hombre y vindicara la autoridad y santidad de la ley divina. Toda comunicación entre el cielo y la raza caída se ha hecho por medio de Cristo. Fue el Hijo de Dios quien dio a nuestros primeros padres la promesa de la redención. Fue él quien se reveló a los patriarcas. Adán, Noé, Abrahán, Isaac, Jacob, y Moisés comprendieron el Evangelio. Buscaron la salvación por medio del Substituto y Garante del ser humano. Estos santos varones de antaño comulgaron con el Salvador que iba a venir al mundo en carne humana; y algunos de ellos hablaron cara a cara con Cristo y con ángeles celestiales. Cristo no sólo fue el que dirigía a los hebreos en el desierto --el Ángel en quien estaba el nombre de Jehová, y quien, velado en la columna de nube, iba delante de la hueste--sino que también fue él quien dio la ley a Israel. 

VEAMOS ESTA NOTA: ("Que el que pronunció las palabras de la ley y llamó a Moisés al monte para hablarle era el Señor Jesucristo, es algo que se desprende de las siguientes consideraciones: Fue por medio de Cristo cómo Dios se reveló al hombre en todos los tiempos. "Nosotros empero no tenemos más de un Dios, el Padre, del cual son todas las cosas, y nosotros en él: y un Señor Jesucristo, por el cual son todas las cosas, y nosotros por él." (1Cor. 8:6.) "Este [Moisés] es aquél que estuvo en la congregación en el desierto con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí, y con nuestros padres; y recibió las palabras de vida para darnos." (Hech. 7: 38.) Este ángel era "el ángel de su faz" (Isa. 63: 9), el ángel en quien estaba el nombre de Jehová. (Exo. 23: 20-23.) La expresión no puede referirse a otro más que al Hijo de Dios. Además, a Cristo se le llama el Verbo o Palabra de Dios. (Juan 1: 13.) Es llamado así porque en todas las edades Dios comunicó sus revelaciones al hombre por medio de él. Fue su Espíritu el que inspiró a los profetas. (1 Ped. 1: 10, 11.) Les fue revelado como el ángel de Jehová, el príncipe del ejército del Señor, Miguel el arcángel")).

En medio de la terrible gloria del Sinaí, Cristo promulgó a todo el pueblo los diez mandamientos de la ley de su Padre, y dio a Moisés esa ley grabada en tablas de piedra. Fue Cristo quien habló a su pueblo por medio de los profetas. El apóstol Pedro, escribiendo a la iglesia cristiana, dice que los que "profetizaron de la gracia que había de venir a vosotros, han inquirido y diligentemente buscado, escudriñando cuándo y en qué punto de tiempo significaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual prenunciaba las aflicciones que habían de venir a Cristo, y las glorias después de ellas." (1 Ped. 1: 10, 11.) Es la voz de Cristo la que nos habla por medio del Antiguo Testamento. "Porque el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía." (Apoc. 19: 10.)

En las enseñanzas que dio cuando estuvo personalmente aquí entre los hombres, Jesús dirigió los pensamientos del pueblo hacia el Antiguo Testamento. Dijo a los judíos: "Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mi." (Juan 5:39.) En aquel entonces los libros del Antiguo Testamento eran la única parte de la Biblia que existía. Otra vez el Hijo de Dios declaró: "A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos." Y agregó: "Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán, si alguno se levantare de los muertos."        (Luc. 16:29, 31.)

La ley ceremonial fue dada por Cristo. Aun después de ser abolida, Pablo la presentó a los judíos en su verdadero marco y valor, mostrando el lugar que ocupaba en el plan de la redención, así cómo su relación con la obra de Cristo; y el gran apóstol declara que esta ley es gloriosa, digna de su divino Originador.

El solemne servicio del santuario representaba las grandes verdades que habían de ser reveladas a través de las siguientes generaciones. La nube de incienso que ascendía con las oraciones de Israel representaba su justicia, que es lo único que puede hacer aceptable ante Dios la oración del pecador;, la víctima sangrante en el altar del sacrificio daba testimonio del Redentor que había de venir; y el lugar santísimo irradiaba la señal visible de la presencia divina. Así, a través de siglos y siglos de tinieblas y apostasía, la fe se mantuvo viva en los corazones humanos hasta que llegó el tiempo del advenimiento del Mesías prometido. 

Jesús era ya la luz de su pueblo, la luz del mundo, antes de venir a la tierra en forma humana. El primer rayo de luz que penetró la lobreguez en que el pecado había envuelto al mundo, provino de Cristo. Y de él ha emanado todo rayo de resplandor celestial que ha caído sobre los habitantes de la tierra. En el plan de la redención, Cristo es el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo. Desde que el Salvador derramó su sangre para la remisión de los pecados, y ascendió al cielo "para presentarse ahora por nosotros en la presencia de Dios" (Heb. 9: 24), raudales de luz han brotado de la cruz del Calvario y de los lugares santos del santuario celestial. Pero porque se nos haya otorgado una luz más clara no debiéramos menospreciar la que en tiempos anteriores fue recibida mediante símbolos que revelaban al Salvador futuro. El Evangelio de Cristo arroja luz sobre la economía judía y da significado a la ley ceremonial. A medida que se revelan nuevas verdades, y se aclara aún más lo que se sabía desde el principio, se hacen más manifiestos el carácter y los propósitos de Dios en su trato con su pueblo escogido. Todo rayo de luz adicional que recibimos nos hace comprender mejor el plan de redención, cumplimiento de la voluntad divina en favor de la salvación del hombre. Vemos nueva belleza y fuerza en la Palabra inspirada, y la estudiamos con interés más profundo y concentrado.

Muchos opinan que Dios colocó una muralla divisoria entre los hebreos y el resto del mundo; que su cuidado y amor de los que privara en gran parte al resto de la humanidad, se concentraban en Israel.

Pero no fue el propósito de Dios que su pueblo construyera una muralla de separación entre ellos y sus semejantes.

El corazón del Amor infinito abarcaba a todos los habitantes de la tierra. Aunque le habían rechazado, constantemente procuraba revelárselas, y hacerlos partícipes de su amor y su gracia. Su bendición fue concedida al pueblo escogido, para que éste pudiera bendecir a otros.

Dios llamó a Abrahán, le prosperó y le honró; y la fidelidad del patriarca fue una luz para la gente de todos los países donde habitó.  Abrahán no se aisló de quienes le rodeaban. Mantuvo relaciones amistosas con los reyes de las naciones circundantes, y fue tratado por algunos de ellos con gran respeto; su integridad y desinterés, su valor y benevolencia, representaron el carácter de Dios. A Mesopotamia, a Canaán, a Egipto, hasta a los habitantes de Sodoma, el Dios del cielo se les reveló por medio de su representante.

Asimismo se reveló Dios por medio de José al pueblo egipcio y a todas las naciones relacionadas con aquel poderoso reino. ¿Por qué dispuso el Señor exaltar a José a tan grande altura entre los egipcios? Podía lograr sus propósitos en favor de los hijos de Jacob de cualquiera otra manera; pero quiso hacer de José una luz, y lo puso en el palacio del rey para que la luz celestial alumbrara cerca y lejos. Mediante su sabiduría y su justicia, mediante la pureza y la benevolencia de su vida cotidiana, mediante su devoción a los intereses del pueblo, y de un pueblo idólatra, José fue el representante de Cristo. En su benefactor, a quien todo Egipto se dirigía con gratitud y a quien todos elogiaban, aquel pueblo pagano debía contemplar el amor de su Creador y Redentor. También mediante Moisés, Dios colocó una luz junto al trono del mayor reino de la tierra, para que todos los que quisieran, pudieran conocer al Dios verdadero y viviente. Y toda esta luz fue dada a los egipcios antes de que la mano de Dios se extendiera sobre ellos en las plagas. 

Mediante la liberación de Israel de Egipto, el conocimiento del poder de Dios se extendió por todas partes. El belicoso pueblo de la plaza fuerte de Jericó tembló. Dijo Rahab: "Oyendo esto, ha desmayado nuestro corazón; ni ha quedado más espíritu en alguno por causa de vosotros: porque Jehová vuestro Dios es Dios arriba en los cielos, y abajo en la tierra." (Jos. 2: 11.) Varios siglos después del éxodo, los sacerdotes filisteos recordaron a su pueblo las plagas de Egipto, y lo amonestaron a no resistir al Dios de Israel.

Dios llamó a Israel, lo bendijo y lo exaltó, no para que mediante la obediencia a su ley recibiese él solo su favor y fuera beneficiario exclusivo de sus bendiciones; sino para revelarse por medio de él a todos los habitantes de la tierra. Para poder alcanzar este propósito, Dios le ordenó que fuera diferente de las naciones idólatras que lo rodeaban.

La idolatría y todos los pecados que la acompañaban eran abominables para Dios, y ordenó a su pueblo que no se mezclara con las otras naciones, ni hiciera "como ellos hacen" (Exo. 23: 24), para que no se olvidaran de Dios. Les prohibió el matrimonio con los idólatras, para que sus corazones no se apartaran de él. Era tan necesario entonces como ahora que el pueblo de Dios fuese puro, "sin mancha de este mundo." (Sant. 1: 27.) Debían mantenerse libres del espíritu mundano, porque éste se opone a la verdad y la justicia. Pero Dios no quería que su pueblo, creyendo tener la exclusividad de la justicia, se apartara del mundo al punto de no poder ejercer influencia alguna sobre él.

Como su Maestro, los seguidores de Cristo debían ser en todas las edades la luz del mundo. El Salvador dijo: "Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una lámpara y se pone debajo de un almud, más sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa;" es decir, en el mundo. Y agrega: "Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos." (Mat. 5: 14-16) Esto es exactamente lo que hicieron Enoc, Noé, Abrahán, José y Moisés. Y es precisamente lo que Dios quería que hiciera su pueblo Israel. Fue su propio corazón malo e incrédulo, dominado por Satanás, lo que los llevó a ocultar su luz en vez de irradiarla sobre los pueblos circunvecinos; fue ese mismo espíritu fanático lo que les hizo seguir las prácticas inicuas de los paganos, o encerrarse en un orgulloso exclusivismo, como si el amor y el cuidado de Dios fuesen únicamente para ellos. Patriarcas y Profetas Pág. 378-386) EGW


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